BURRÓCRATAS DEL MUNDO, HUNDÍOS!!!
Por: César
Verástegui
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| Fuente: Joaquín Lavado |
El genial y recordado Joaquín Lavado -más conocido
como Quino- creó la imagen que acompaña a este texto. Se inspiró en la
burrocracia argentina, pero tranquilamente –o quizá no tan tranquilamente- pudo
referirse a la burrocracia peruana. Un momento, ¡más respeto! ¿Qué es eso de
burrocracia? Por favor, ¿Qué culpa tienen los burros?
Si bien el refrán dice “Aunque en todas partes
cuchillo de palo” (¿!), admitamos que no todos los burócratas son papelucheros,
ociosos y coimeros. Según una reciente encuesta, la opinión pública está
dividida: Mientras la mitad cree que los burócratas peruanos son una peste; la
otra mitad cree que son una lacra. En fin, las opiniones están muy
divididas.
A diferencia de antaño, hoy cualquier hijo de
vecino ingresa a la administración pública. Antes, el aspirante a comechado
debía de exhibir un cartón, hoy le basta con presentar un cartoncito llamado
tarjeta de recomendación.
A propósito, recuerdo que, cual émulo del Dr.
Chantada, un jefe municipal repartía a diestra y siniestra su tarjeta de
presentación, que en huachafísima tipografía gótica decía: “Perencejo Zutano de
Mengano, C. P. C.”. ¿Contador Público Colegiado? ¡Nada que ver!, las iniciales
de marras resumían los altos estudios de don Perencejo: “Con primaria completa”.
Por otra parte y aunque se ofenda ciertas
embotelladoras, debo decir que en el Perú las colas más grandes del mundo no
son negras ni de tres litros, sino variopintas y kilométricas. Véase cualquier
dependencia pública.
También trajeron cola burocrática las últimas
dictaduras militares, quizá porque entonces, cualquier general de división que
además supiera multiplicar, era nombrado Ministro de Economía.
Y es que sea en democracia, en demoblanda, en
dictadura o en dictablanda, lo cierto es que el poder suele corromper a los
seres humanos –aunque también a los padres de la patria- hasta la enajenación.
Baste recordar a aquél que en un lapsus línguae imperdonable
juró por Dios y por la plata. Y no contento con eso, sigue ufanándose de su
estupidez. (No sé por qué me evoca aquel sabio graffiti que
leyera en un baño del Congreso de la República: “A la mierda la ponen en plato
y se cree postre”).
Finalmente y reivindicando el sacrificado y
necesario rol de los contados servidores públicos que se ganan los frijoles
honestamente, recordemos que también el gran Albert Einstein fue empleado
estatal de una oficina de patentes.

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